Llámame nada

Tu no tienes nombre.Eres simplemente un objeto, un instrumento que tu Amo podrá llamar como quiera y usar en cualquier momento para obtener placer sexual o mental. Tu obligación es darle el máximo. Vanessa Duriès, La Atadura

Veo que el tiempo pasa..como silencioso testigo de mis necesidades de SER..
Quisiera poder decir que aquello que alguna vez me atrajo de Usted fue parte de una fugaz idealización. El producto plus-cuan-imperfecto de "mi" naturaleza irrealizada..idealizada en el sueño de su Presencia, que imagino.
Pero el tiempo pasa...las pasiones se diluyen...y esta necesidad de ser..tan arraigada a Su Dominación, lejos de desaparecer como quisiera, se fortalece.
Necesito Sus deseos..para atar el destino de mi cuello. Anhelo servirle..y portar en Honor de Su nombre sobre la  piel..para saberme animal con Dueño. Ruego el privilegio de Sus cadenas..para completar mi Ser sirviéndole como esclava..




Fuente: Danailya Reese

Usted es el principio y el fin de este saco de huesos, el  sol que entibia el invierno de esta piel hambrienta de Dominación.. El Unico que domestica a las fieras de este pecho y somete los instintos salvajes de las necesidades camufladas bajo la apariencia inocente de mi sonrisa.

Deseo ser su esclava..para que sus cadenas me liberen..Deseo ser su puta..para que su mirada se adueñe de mis instintos..Anhelo servir sus deseos.. para llegar finalmente a la paz de besar Sus pies, que imagino.

Por favor acepe a esta cerda a su servicio. No estoy completa sin su Dominación.



Fuente: Barelight

Realidades que desconciertan

En general me resulta imposible explicar a los demás la forma en que personalmente siento la D/s. Si no me supiera bicho arrastrado me sorprendería de que no existan explicaciones "lógicas" suficientemente convincentes para lo que El me hace sentir.

Hasta ayer era un nudo de caos..Llevaba días sin poder comer..sin poder dormir...con una presión en la boca del estómago de esas que vienen por palabras o sensaciones enjauladas...Me sentía dolida con El.. decepcionada... abandonada (de nuevo)... tirada.. Enojada no porque para reclamos tendría que nacer de nuevo y rogar salir sorteada persona con derechos que deseara conservar y defender. La primer sorpresa fue que nada de esto fue un impedimento para descubrirme mojada en cuanto me comunicó que se conectaría de nuevo...después de más de 2 meses en los que intercambiamos un par de mails que sonaron más a compromiso que a vínculo..

Hablamos?? quizás..no recuerdo bien (el ayer es largo plazo para mi capacidad de retención).
Sé que liberó un serie de orgasmos de esos que hacen temblar hasta los huesos con el sólo hecho de estar frente a esta cerda y tratarme como el Propietario que mi alma reconoce. Sé que me tranquilizó la carne, que se me fue el dolor..que dormí como un lirón y que siento una paz interior que es de otro planeta.

En el lapso de 24 horas pasé del caos al oasis solamente por el hecho de estar El cerca y restringir un poco esas libertades que no me hacen feliz ni sacan lo mejor de mí. Cómo se explica que me haya traído de nuevo a esta paz?? No tiene sentido..pero es muy real.

No hace falta ni que regale a este saco de huesos el privilegio de sus palabras. El está..puedo verlo..beber su silencio..vibrar con su forma de dominarme y cuando sus dedos señalan con toda naturalidad un lugar debajo de su mesa para esta aspirante a alfombra, no puedo pensar en nada que me haga sentir más plena.

Gracias, Señor. Sueño con merecer el honor de besar sus pies algún día.

Fotografía: Yuriko Takagi

Gracias CírculoBDSM!!


Quiero agradecer a la genial familia de CirculoBDSM por haberse tomado la molestia de hacerme este regalo de cumpleaños inolvidable. Gracias especialmente al Señor DEGE por los atentos cuidados, a camelia por servirse del cuerpo de este bicho para desplegar su arte, a todos los amigos y amigas que me dejaron mensajes tan lindos que no esperaba y me hicieron emocionar..Y por último, EL PRIMERO, el Señor que marcó mi alma y que hizo todo esto posible al liberarme de estructuras y mostrarme el lugar de mi plenitud como ser. No hubiera retomado el contacto con el mundillo del BDSM de no ser por El..ni hubiese pasado a vivencias reales de no haber sido Su deseo.

Pienso.. luego no existo

Pienso..Pienso...Pienso...
Luego no existo.

Hace tiempo El me dijo que no pensara..que sólo hiciera..
Así acá me veo...haciendo otra cosa más de las que El no pidió. Detesto mi cabeza..Ojalá sirviera para servir mate adentro..

Pienso..y no me gusta lo que veo.
En estos días dije que hice todo lo que estuvo a mi alcance por tener el privilegio de un lugar en su vida..pero no parece ser cierto.

De repente, no sé por qué..me dieron ganas de darle el saludo de las buenas noches..Aquel que El dispuso hace tiempo..Aquel que alguna vez quise suspender para no atosigarlo con 2 mails diarios tipo SPAM y El insistió en que se encargaría de eso..pero que NO dejara de hacerlo.
Los números dan este resultado: YO dejé de saludarlo al comienzo y final del día..y YO decidí administrar la bandeja de entrada de su correo suprimiendo cientos de MB de saludos no enviados. Me escribo con mayúsculas para que no se me pase la gravedad. Quiero encender todas las luces y espantarme con la verdad de lo que soy.

Yo me digo "esclava"?? Di este ejemplo por no seguir la lista de "desacatos".
Me da vergüenza reconocerlo..por eso lo hago público.
A ver si ahora que El no está me enseño a ser más valiente.
Fui esclava sí..pero de mis miedos. Nada más.
Si fuera esclava tendría la humildad para pedirle disculpas en lugar de buscar nuevas excusas..pero ya ven..el orgullo no me deja..
Sólo El tiene la llave para desintegrar mi ego con la humillación y degradación que me liberan convirtiéndome en el animal de servicio que necesito ser.

Fotografía: David LaChapelle

Preguntas en voz alta...

Adorar es lo mismo que amar?....

Yo Adoro con locura a alguien que está lejos, pero impregna mis días.
Que no me habla, pero Su silencio guía el corazón de esta hembra curtida de errores durante cada uno de los minutos del día.
Un Amo que no me concede el placer supremo de aceptarme a su servicio después de 18 meses de charlas de conocimiento, pero a quien que ni siquiera así puedo dejar de sentir que le pertenezco.
Un Señor que me liberó de mí misma para devolverme la libertad con la que decido arrodillarme y apoyar mi cara en el suelo imaginándolo presente. Para qué más puede una esclava querer la libertad si no es para ofrecerla?

He rendido muchos "mis" a Su voluntad..y bastaría un dedo Suyo para que volara en el primer avión a besar sus pies en pleno aeropuerto, frente a la mirada de todos los que pasen.
Lo Adoro...y supongo que sería un excelente castigo enamorarme después de haber sido tan poco condescendiente con la infinidad de páginas web de esclavas que dibujan el amor hacia sus Dueños con infinidad de corazones.

Hubo un tiempo en que recorrí hambrienta de Dominación cuantas puertas estuvieron a mi alcance. Encontré palabras de amor, rosas y corazones en lugar de cadenas, alambres de púa..y humillación. Estuve bastante cerca de perder la condura frente a tanta necesidad de ser atrapada dentro mío....Una bestia golpeaba mi pecho desde dentro reclamando libertad para salir.

Ahora soy Suya, como cualquier mascota que espera sentada en la puerta de casa a que el Amo decida volver y darle una caricia. Si me lo preguntaran diría que ya he decretado mi propio fracaso en los esfuerzos por ganar un lugar entre sus pertenencias. Pero como el derecho de disponer ya no es mío, bebo mis propias lágrimas y sigo esperando a que algún día El decida hacer algo con este bicho que lleva Su marca en el alma.

El amar desguarnece y subyuga. Entendí que aquel hombre me amaba con la misma intensidad con que yo amaba a Hernán, y que ambos estábamos irremediablemente perdidos. Ello demuestra mi incapacidad para concebir el amor como una relación entre iguales, como una idílica unión de dos seres fundada en la gentileza. Estimo que siempre es así en el fondo de las cosas y todo lo demás no pasa de ser una simple cubierta, un tenue velo que una vez se le arranca deja aflorar la parte más oscura de nuestro instinto.Fuente: Vanessa Duriès, La Atadura - Capítulo 6

Fotografía: The Sophisticated Slut

El Arte D/s

El arte de la D/s trata acerca de juegos y de la fantasía. Es la fantasía conteniendo al propio ser en la experiencia de lo que ha sido denominado: "intercambio erótico de poder". Es sobre dos personas que desean potenciar y estimular sus vidas personales con juegos adultos. Es el regreso a la inocencia de la infancia permitiéndonos deshacernos de las inhibiciones y confiar sin ningún tipo de vergüenza o pudor.

Qué significa D/s?

"D"= Dominación y "s"= sumisión. Una de las partes juega el rol Dominante y es a quién consensuadamente le es entregado el control para amorosamente guiar y controlar el comportamiento de la parte sumisa. Por el otro lado, la parte sumisa permite ser controlada y dominada. Todo esto es, por supuesto, con consentimiento mutuo y dentro de limites establecidos. Llamamos a este juego erótico "Seguro, Sensato y Consensuado"

Qué queremos decir por Arte D/s?

Es nuestra creencia que la vida, la sensualidad, el amor y el sexo deben ser abrazados como un arte. Existe una cierta belleza en esta creación física que conocemos por "personas". Nunca deberíamos sentirnos avergonzados de nuestros cuerpos o de lo que somos sexual o íntimamente. Deberíamos abrazar la sensualidad, las emociones, los sentimientos y celebrar la belleza del ARTE personal que creamos en nuestras relaciones íntimas.

Mucho del D/s actual tal como se expresa en la mayoría de las páginas web es visto como un sadomasoquismo duro, frío y doloroso que encuentra su expresión en oscuras mazmorras y castillos. Estos han sido inspirados por las imaginería del Marqués de Sade de estilo y fantasía puramente Europeos. No existe nada de malo en ello. Sencillamente no es el D/s que nosotros vivimos o el que viven millones de personas que practican el D/s diariamente en la privacidad de sus propias habitaciones.

Algunos lo llaman "kinky" o "perverso". Me siento especialmente identificado por el término acuñado por Gloria Brame: "Amor Diferente".

Sólo hablamos de Jugar!!

Probablemente, muchos de los que están leyendo esto han fantaseado o incluso participado en un poco de juego "kinky". Usted quizás haya usado una bufanda de seda del placard para cubrir los ojos de su compañero/a y ella se haya vuelto loca de placer tratando de anticipar lo impredecible. Posiblemente, su amante haya jugado a darle unos azotes en el trasero y Usted haya disfrutado una extraña sensación de placer entre sus piernas para descubrirse inexplicablemente mojado/a. Ha comprado un par de esposas en algún comercio de artículos eróticos o fantaseado con eso?.

Bien, si contestó que "si" a alguna de las posibilidades recién mencionadas, felicitaciones, Usted ya es un poco kinky (pervertido) y disfruta amar de una manera diferente.

Espiritualidad D/s

A nosotros nos gusta practicar el BDSM con un matiz oriental, algo que no es típico en el mundo BDSM.

Rechazamos las filosofías occidentales para las que la espiritualidad es sólo lo que nos separa de los "demonios", "los pecados de la carne" y sus placeres. Entendemos que siendo que Dios nos ha creado como seres maravillosos, todo lo que viene de sus manos, incluidos los placeres del físico y la sensualidad no pueden más que ser buenos a sus ojos.

El sentido de la espiritualidad hace que el D/s conecte el espíritu con el cuerpo.
Para la mentalidad oriental, el espíritu, la mente y el cuerpo son inseparables, no 3 partes independientes. Y como somos un ser completo, los placeres sensuales de nuestro cuerpo están directamente relacionados a nuestras facetas emocional y espiritual.

El placer físico debería ser celebrado como una experiencia espiritual



"Estudiar la cultura y filosofía oriental por 30 años me ha permitido ver expresiones absolutamente bellas y naturales del arte del D/s en las culturas orientales"

Prologo

Ella sólo quería estar desnuda

Autor: Andrés Urrutia. (Seudónimo). 1999
Primera Edición abril 2001 en www.badosa.com
Libro gratuito.

En esta fascinante novela erótica cuyo nombre es el reverso del título de otra novela erótica (Desnudarse era lo que ella no quería, de Adolf Muschg), el uruguayo Andrés Urrutia nos narra la historia de la obsesión enfermiza de Mara y Hernán, una pareja que mantiene una relación marcada por el masoquismo. A medida que se avanza en su lectura, la misma obsesión que envuelve a los personajes y que poco a poco contagia al narrador («Quizás, me digo, he comenzado a tener por Mara la misma obsesión que atormentaba a Hernán, pues, al igual que lo imagino a él, paso horas leyendo estas páginas manuscritas y dibujo en mi mente a su autora») se apodera también del lector.
Andrés Urrutia (seudónimo) nació el 6 de noviembre de 1961 en la ciudad de Montevideo, Uruguay. Se dedica a la profesión de abogado y a la docencia universitaria. Además de Ella sólo quería estar desnuda, también ha publicado la novela erótica “La falsa María”.
El autor nos ha declarado que desea «explorar en el sentido último de las relaciones humanas, las cuales siempre, aunque teñidas de sentimientos piadosos, ocultan relaciones de poder».
Impresión en Word para distribución y consumo personal a través de Internet.
Fotografía de portada: Giuseppe Sarcinella
Edición: octubre 2009

Prólogo – Una irreverente profanación
Capítulo 1 – El comienzo de una obsesión
Capítulo 2 – La génesis
Capítulo 3 – Primera búsqueda
Capítulo 4 – Los manuscritos de Mara
Capítulo 5 – Los juegos inocentes
Capítulo 6 – Historia de Mara
Capítulo 7 – Al día siguiente
Capítulo 8 – Apuntes del autor
Capítulo 9 – Julia
Capítulo 10 – La revelación
Capítulo 11 – Otros apuntes del autor
Capítulo 12 – De cuando Mara descubre su vicio
Capítulo 13 – Las dudas de la víspera
Capítulo 14 – Un caso peculiar
Capítulo 15 – El encuentro
Capítulo 16 – Últimos apuntes del autor


P R Ó L O G O
Una irreverente profanación



- I -
No había misericordia en favor de paliar el llanto del niño de cinco años que yo era, y mis lamentos se tornaban en odio hacia mi abuela paterna. No era capaz de razonar con la lógica que ella aplicaba poco después que la gata parió sus crías. Los gatos en aquella casa estaban censados, no había un fin procreador en el corral, la lascivia animal las llevaba a preñarse y mi abuela de modo consecuente esperaba el parto para matar sus criaturas. Me alejaba corriendo de aquella casa para no ver y sufrir el destete y posterior asfixia de aquellos neonatos dentro de un cubo con agua, ante una madre recién parida que con sus fuerzas agotadas y abandonada en su dolor tan solo podía clamar con maullidos de impotencia. Aquella escena de mi infancia se repitió varias primaveras. A lo sumo, y no siempre, apenas uno o dos gatinos sobrevivirían gracias a la mera preferencia de mi abuela y su particular gusto por el aspecto de las crías y a la existencia de algún encargo que actuaba sobre ellos como sentencia que redimiera de aquella muerte.
¿Qué insensibilidad tiene el ser humano que no respeta los sentimientos de maternidad y amor de una gata con sus crías? ¿Acaso los hombres formamos parte de la regulación de esa especie? Ya como niño, y hoy como adulto, sigo pensando que aquello era un crimen en toda regla. Aunque atribuyamos a los gatos más instintos que sentimientos, no concibo que la especie animal actúe sin éstos últimos.

El amor, o lo que entendemos por amor, ha evolucionado en los hombres respecto de la mayoría de especies animales. Le hemos introducido una consonante moral que los animales no tienen, esa que dice lo que es correcto de lo que no. Y lo que más nos diferencia, es que hemos hecho del amor una forma de absorbente poder sobre el ser amado hasta poseerlo finalmente al modo que nos interesa. Creo que esto lo hacemos desde que éramos fetos en el vientre de nuestras madres, y posteriormente por mimetismo aprehendido de los adultos que nos han rodeado durante nuestras vidas para terminar reproduciendo, con ligeros matices, las mismas pautas de comportamiento amatorio.

Volviendo de nuevo mi vista a los animales, me sorprende que incluso los más dóciles y domesticados mantengan intactos sus niveles de sacrificio y sufrimiento, algo a lo que los humanos somos cada vez menos tolerantes. Algo influye el tiempo que las crías disfrutan del amor de sus procreadores. No han cumplido el primer año cuando tienen que enfrentarse por sí mismos a los retos de sus respectivas vidas. No les es posible un amor posesivo hacia su ser querido, éste le rechaza para que afronte por sí solo lo que el futuro les depare. ¿Es que dejaron de amar o es que es posible otra forma de amor?

Mis sentimientos y gustos sobre la dominación y sumisión voluntariamente consentidas empiezan a forjarse de un modo sostenible cuando apenas contaba con una mayoría de edad legal, quizá antes incluso. Transcurridos varios lustros, mis experiencias vividas han tenido resultados muy diferentes. Siempre ha permanecido en mí la inquietud de ir más allá, en un caminar constante hasta conseguir los favores de una mujer que se sometiera bajo las condiciones de una esclavitud voluntaria. Una inquietud por la búsqueda constante de los límites de la voluntad humana, en este caso de dos, la mía de someter y la de ella por ser sometida. Creo firmemente en que hay otra forma de amar, que nos resulta compleja de explicar, y aún más difícil de entender si es aplicada por los humanos. Una forma de amar que no pretende absorber ni poseer, una forma de lealtad que se sustenta bajo el yugo y la autoridad otorgada a la contraparte que requiere una disociación de los sentimientos de amor de los sentimientos de poder.

Y es que poder es el otro anhelo permanente asociado a la mentalidad humana. Todos queremos mandar sobre otros, incluso, en aquellos situados en el escalafón humano más bajo de la cadena de mando, tales como el niño que ejerce poder en sus juguetes y amigos imaginarios o el adulto que ejerce su autoridad sobre los animales domésticos. Entrenar a un perro para que resulte obediente no es tarea fácil para cualquier persona por muy inteligente que ésta sea. Por eso me llama la atención que muchos mendigos desamparados del amor humano deambulen por las calles acompañados por perros que se muestran sumisos a las órdenes de sus dueños satisfechos de la autoridad que inflingen, autoridad que han desahuciado para ordenarse a sí mismos.

¿Qué queda, pues, si separamos poder de amor? Queda el amor a la autoridad por el hecho de ser ejercida, ni siquiera por ser recompensada. A tal punto hemos llegado para complicar este aspecto en la historia de la civilización humana que consideramos loco a aquél que piensa de ese modo entre los terrenales y solo dispensamos una excusa a aquél que atribuye ese amor a dios, sea cual sea la religión que le cautive. No desestimo esa forma de amor, y la considero recíproca por parte de quien la posee, aunque la convierta en objeto o cosa que le pertenece, cual guerrero que se aferra al arma que le protege la vida, ese arma que limpia cuida y afina con esmero y deleite para tenerla presta en el siguiente combate.



- II -
Querida, disculpa mi osadía. Sé que estoy haciendo una irreverente profanación, creo que por buena causa, un ilegítimo derecho que me otorgo.
Has visto que en la medida que avanzamos en la alfabetización tecnológica, cada vez es más frecuente emplear la multimedia para obtener libros para consumo particular. Internet es un proveedor inagotable de recursos para la lectura que le interesa a cada individuo. Tanta es la intensidad de accesos y fuentes que, llegado a un punto, no podemos averiguar qué texto es virtual y cuál es además físicamente tangible. La calidad de los textos descargados es otro asunto que deja mucho que desear: los hay que son páginas escaneadas de un libro editado en papel; otros tantos son copias tecleadas expresamente con muy desigual resultado de estilo, formato, ortografía… y, las menos de todas las opciones son aquellas copias archivadas de maquetas de libros previos a su impresión final. Tanto el hallazgo de una obra que considero valiosa como la calidad en que la he encontrado son las razones que justifican mi delito de prologar esta novela. Llegó a mis manos como una pieza desprestigiada por su mala calidad de formato y los múltiples sitios donde puede hallarse y descargarse. Rastreando en una búsqueda concienzuda desestimé finalmente que fuese una obra publicada en papel por alguna editorial. De todas las fuentes a las que accedí, la que mayor credibilidad me inspiró fue la hallada en el sitio www.badosa.com, es en ese sitio donde creo que el autor quiso alojarlo, para el gratuito acceso a la lectura de cuántos quisiesen. Que su autor firmase bajo el seudónimo de Andrés Urrutia tampoco ha ayudado para darle la dignidad que se merece. Y, finalmente, al ser una obra considerada novela erótica la situó en la categoría de lecturas vulgares para un consumo rápido a través de Internet. De modo que esta edición que llega a tus manos trata de desempolvar la que desde mi punto de vista y experiencia es una obra muy a tener en cuenta. He trabajado en el formato de la misma, la he protegido con las herramientas que tengo a mi alcance y con el prólogo invito a mis conocidos con gustos similares a compartir dignamente su lectura.



- III -
Ella solo quería estar desnuda se me antoja un título bastante empobrecido para la cualidad de una novela, aparentando ser lo que no es, aunque quizá en eso radica también su valor. Pareciera que el autor quisiera dar simple desahogo a una mente calenturienta y a unos lectores que busquen excitarse. Más adentro descubrimos que apenas hay palabras encendidas ni escenas de sexo. Aún así, Mara se desnuda, pone su alma y narra la experiencia que vive con Hernán, quien no termina de comprender el afán de aquella mujer por someter la voluntad entregada llegando hasta el extremo de asfixiar su vida cotidiana.

Es una exploración de los límites de dos personajes que actúan en un tiempo indeterminado de sus vidas bajo las peculiares condiciones de la asimetría que proponen las relaciones de dominación y sumisión. No hay banalidad sobre el amor, al contrario, de forma expresa se esculpe en el proceso y los términos que la esclavitud espera, aquel amor egoísta y posesivo queda atrás y se traslada para amar exclusivamente el poder que subyuga sin esperar nada más. No hay por parte de Hernán un aprecio a la criatura que se somete, al contrario, el aprecio proviene de su uso, e incluso del aprecio cuando no es usada. Ninguno de sus protagonistas son seres extraordinarios que viven en lugares extraordinarios, no hay castillos ni mazmorras, ni poder ni dinero que los haga particularmente únicos. Son como el común de los mortales, seres que expresan íntimamente sus preferencias de un modo anormal, ese es el valor especial que confirma que bajo esa realidad es posible enfrentar los retos y destinos de nuestras vidas.

Aquellos como yo, que comparten la inquietud de explorar la condición de la esclavitud voluntaria encontrarán una obra apropiada para reflexionar y la tendrán entre sus favoritas para recordar en el futuro compartiendo sus opiniones y análisis con otras personas en las que encuentren preferencias similares.

Gabrel
Octubre 2009

Fotografia: Victor Ivanovski

Capitulo 1

Ella sólo quería estar desnuda

Autor: Andrés Urrutia. (Seudónimo). 1999
Primera Edición abril 2001 en www.badosa.com
Libro gratuito.

C A P Í T U L O 1
El comienzo de una obsesión


«La historia universal cuenta con célebres perversos según cual sea la categoría de la perversidad. Así, el sádico por excelencia con fama no opacada ha sido Jack “el destripador”. Encabeza una lista de monstruos famosos que llevaron a la realidad extrema el gozar con el dolor ajeno. Puede colocarse en esa galería, y con justo mérito también, al Sr. Vacher, violador francés que vejó y ultimó a dieciocho víctimas de ambos sexos. O el italiano Verzeni, autor de seis perfectos crímenes sádicos. O por último, a quien fuera el inspirador del Barbazul, el famoso Mariscal francés Gilles de Retz, matador de centenares de niños. Tamaños personajes suelen ser catalogados como sádicos, perversión en la cual el placer sexual es provocado mediante el sufrimiento que se produce a otra persona. Los citados son ejemplos del llamado “gran sadismo”, descontrol del sadismo simbólico que, como vimos, suele desembocar en crímenes espeluznantes.» (Nerio Rojas, Medicina legal, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 6ª edición, pág. 196.)

Éstos eran los primeros párrafos de una tesis académica sobre las parafilias y el crimen que nunca llegó a ser escrita y que se transformó en esta crónica sin pretensiones científicas.
Quizás todo cambió cuando comencé a preguntarme si los grandes perversos eran siempre europeos. Si ni siquiera en ese oscuro campo podíamos aspirar los latinoamericanos a una mención digna de la literatura, o si lo que en verdad ocurría era que nuestros escritores estaban menos interesados en la perversidad que los cronistas de aquellas tierras. Por supuesto quizá hubiera algo de ambos fenómenos, una especie de responsabilidad compartida entre nuestros perversos reprimidos y el desinterés de los literatos. Esto claro está, si dejamos fuera de la categoría a los frecuentes dictadorzuelos que han asolado largamente nuestros países.
No obstante, durante los meses que demandó mi investigación de campo pude descubrir algunos ejemplos vernáculos que por cierto gozaron de mucha menos popularidad. Así, el joven que en un pequeño pueblo se dedicó a matar a los hermanos menores de su antigua novia a la que enviaba trozos del cuerpo de sus víctimas de modo de forzarla a un no querido retorno. También pude tomar contacto con una niñera que extraía su morboso placer de introducir juguetes en las jóvenes vaginas de sus pupilas. Como no deseo convertir esta crónica en un catálogo de la morbosidad, basten estos dos personajes para que el lector pueda visualizar el terrible espectro de la investigación.

Eso sí, embarcado en proponer la mayor cantidad posible de ejemplos, debo decir que los de mayor relevancia médico legal abarcaban las perversiones o parafilias clásicas como el sadismo y el exhibicionismo, y sólo algún contado caso de necrofilia. No me llamó la atención el no contar en mi homérica pléyade de monstruos con algún digno representante del vicio masoquista, perversión esta que según los clásicos ha de definirse por oposición al sadismo, y según la cual el placer sexual se despierta por el propio sufrimiento que otro provoca en el pervertido (ver Jorge Thénon, La neurosis obsesiva, Buenos Aires, 1935). Y es que este tipo de vicio, desde que importa consentir aun la lesión, comúnmente quemaduras, pinchazos y hasta la flagelación, suele permanecer oculto en la intimidad.

Sin embargo, fue por mera casualidad que me topé con uno de estos casos, capaz de opacar mi interés por todas las demás grandes monstruosidades, hasta revolver, ¿por qué no?, los definidos y precisos límites que pueden separar el juego de la enfermedad. La tesis entonces se convirtió en la historia de Mara y de su enfermiza relación con Hernán, cuyas verdaderas identidades por cierto prudentemente me las guardo.

Fotografia: Thomas Adorff

Capitulo 2

Ella sólo quería estar desnuda

Autor: Andrés Urrutia. (Seudónimo). 1999
Primera Edición abril 2001 en www.badosa.com
Libro gratuito.

C A P Í T U L O 2
La génesis


Durante muchos años este libro fue un mero proyecto, un permanente fantasma de la imaginación siempre postergado por otras ocupaciones. Pero llega un tiempo para todo y la posibilidad de unas más o menos extensas vacaciones permitieron que plasmara en papel aquella vieja historia cuyos documentos, prueba de su veracidad, atesoraba desde hacía tanto.

Todo empezó cuando, por aquellos tiempos, acostumbrábamos a reunirnos en la amplia casa de Andrés Bacigalupo. Vivía con su madre en un viejo caserón del Prado, barrio de Montevideo que acunó a la primera aristocracia hasta que la atracción del mar fue más fuerte que la de sus amplios pero mediterráneos espacios verdes. Conformábamos por entonces un grupo de médicos recién recibidos, cada uno tratando de acertar con la opción de su especialidad futura, cada uno intentando abrirse paso, algunos en el mundo de la medicina privada, otros en el Estado, y muy pocos, como era mi caso, en el tedioso ámbito académico.

Todos los viernes, cerca de las nueve de la noche nos reuníamos a beber hasta la madrugada. Una noche, hice un aparte con el dueño de la casa para adentrarnos en el frondoso fondo de la enorme quinta que remedaba antiguos esplendores. Caminamos por un lóbrego sendero rodeado de viejos laureles hasta llegar a un semiderruido banco de cemento donde nos sentamos. A poco de contarle la marcha de mi tesis me comentó de la existencia de una extraña historia que había llegado a él a través de su padre, quien, al parecer años atrás, habría recibido en consulta a un partícipe directo de la misma.

Puso en mis manos los escritos que tan celosamente guardaba el viejo abogado, quizá como material científico para alguna ponencia que, al igual que mi tesis, tampoco llegó a escribirse. El material al que accedí era también fotocopia, por lo que supongo que los originales estarán aún en poder de su destinatario. El propio Andrés, con quien compartíamos en parte el gusto por las rarezas, quedó extrañado ante la curiosa obsesión que esos escritos me provocaron y presa de temor me preguntó para qué quería tener esos documentos, como si inmediatamente se hubiera arrepentido de habérmelos confiado. Luego de algunos tragos convinimos en que tamañas historias deben ser de todos. ¿O acaso De Retz podía sustraerse al interés por su personalidad? ¿Acaso podía pretender privarnos de su monstruosidad escudado en un difuso derecho a su intimidad?

Hay personas que por su genialidad construyen sus vidas cual si fueran una novela, vidas que merecen ser escritas y por lo tanto conocidas. No sólo por el valor que tienen como casos de estudio o por la curiosidad científica que representan, sino también por la rara especie de belleza que irradian. Y más aún cuando esos grandes pérfidos presentan la peculiar característica de salirse de las reglas que definen su perversidad. Cualquiera pensaría que sólo los grandes sádicos son capaces de desembocar en la tragedia y el crimen, y no otros portadores de perversiones si se quiere más inocentes. Porque ¿a quién sino a sí mismo puede dañar el masoquista en su alocada carrera en pos de intensificar el dolor que le provoca placer? Porque ¿a qué otra cosa que a pequeños hurtos de prendas íntimas es capaz de llegar el fetichista en su búsqueda del éxtasis? (Dice Nerio Rojas: «El fetichismo suele dar motivo a intervenciones policiales por actos delictuosos: ultraje al pudor y hurto especialmente», Medicina legal, pág. 195.)

No, debemos admitir que son extremadamente raros los casos como éste y por ello no puede permanecer sepultado.

Por otra parte, no debemos renunciar a dar a luz algo que permitirá remover la idea de nuestra quietud provinciana. Más aún cuando todo transcurre en una de esas ciudades «satélite» de la capital uruguaya. Ciudades que parecen desarrollarse y crecer a partir de una plaza central, cuyas mayores casas no superan las dos plantas, y donde la principal actividad de sus habitantes durante sábados y domingos es girar lenta y repetidamente alrededor de esa plaza a cuyos lados se apiñan todos los comercios de diversión. Conozco de sobra esos lugares y sé que sus gentes son dadas a observar y a juzgar con mayor severidad las vidas de los demás, y que pocas cosas de éstas escapan a la percepción general. Quizás esa vocación por juzgar los actos del prójimo se encuentre allí más acentuada dado que esos actos difícilmente puedan permanecer anónimos como con frecuencia sucede en las grandes urbes. Quizás esa vocación se desarrolle en relación directa a la menor urgencia con que suelen vivir esas gentes. No lo sé a ciencia cierta, pero en función de esas características resulta aún más notable que esta historia haya permanecido oculta durante tanto tiempo.


Fotografia: Alexander Paulin

Capitulo 3

Ella sólo quería estar desnuda

Autor: Andrés Urrutia. (Seudónimo). 1999
Primera Edición abril 2001 en www.badosa.com
Libro gratuito.

C A P Í T U L O 3
Primera búsqueda


Poco después de la primera lectura a los escritos de Mara decidí frecuentar el lugar de los hechos a la búsqueda de algún indicio acerca de la veracidad de la historia. Se trata de una población de paso, y que por ello se beneficia de un respetable tráfico que contribuye a mantenerla con vida. De veredas angostas y esquinas ciegas, cuyas edificaciones más modernas tendrán unos diez o quince años. En mis primeras idas frecuenté un vetusto bar sobre la ruta. Era uno de esos lugares que todavía conservan aquellas mesas de mármol veteado encajado en una especie de cuadrilátero de madera, oscuro, y en cuyo mostrador se bebía caña y whisky nacional con naturalidad desde la mañana. Amparado en la locuacidad del barista, quien de seguro debía de conocer la mayoría de las historias del lugar, pude saber que la familia de Mara todavía vivía en la ciudad. Inventando no sé qué viejo conocimiento familiar logré dar con la exacta ubicación de su casa y con ello confirmé la existencia del personaje, aunque creía mi interlocutor que la hija de M... se había ido ya hacía años de la ciudad sin saber muy bien adónde, porque M... es una persona muy poco sociable y reservada.

Pero lo más sorprendente fue que ninguna referencia extraordinaria me hizo ese hombre al respecto. Hablaba de una de las tantas historias de emigración, pues no cesaba de repetir que los jóvenes abandonaban cada vez más el pueblo ya que allí ninguna oportunidad de progreso tenían. Y eso que había observado atentamente a mi interlocutor antes de entrar en confianza con él. Le había escuchado contar a los parroquianos una y mil historias de sus vecinos, conocidas a lo largo de sus aparentes sesenta y algo de años. Llegué al convencimiento de que nada sabía y entonces dejé de frecuentarlo. Caminé luego hasta el sanatorio y vi el salón frente al mismo, pero no quise seguir indagando. Apenas llegué a preguntar en la recepción del moderno sanatorio —es curioso que en muchas poblaciones los únicos edificios modernos son los sanatorios— si allí trabajaba un médico de apellido J... Una joven y bonita recepcionista se fijó mecánicamente en un listado que apareció en la pantalla de una computadora luego de pulsar rápidamente el teclado y me dijo que no. Le pregunté igualmente si ella lo conocía y también me respondió que no.

Andrés me escuchaba sorprendido mientras le relataba mi periplo, y con perspicacia pretendió hurgar en el móvil que podía animarme. Sabía que el interés nunca es simple curiosidad cuando se llega a ciertos extremos. Él conocía desde antes que yo la historia y jamás se le ocurrió tratar de ubicar a los personajes, por lo que dedujo que los intereses siempre hunden sus raíces en la naturaleza de quien se mueve hacia ellos, o por lo menos en algún episodio o destello de la vida del curioso.

Le confesé entonces que mi interés probablemente podía provenir de una novela, aunque sabía que la novela era meramente la excusa que lo pone de manifiesto. Años atrás había tenido una similar obsesión con un personaje que ocupaba escasas veinte líneas en una obra mayor. Cuando Camus se confiesa usando la voz de su juez penitente (ver La caída, de Albert Camus) describe un romance con una mujer cuyo nombre no aporta, y cuyo sólo móvil fue reparar la imagen de una primera y desafortunada noche luego de saber que la dama había realizado comentarios al respecto. Es por ello que resuelve seducirla y luego mortificarla. La atrae y la abandona, la obliga a entregarse, dice, en lugares inapropiados, hasta que la abandona cuando ella alaba explícitamente esa esclavitud aceptándola.

Le dije a Andrés que la imagen de esa dama, homenajeando a su violador en el acto mismo de ser poseída, se me presentaba noche tras noche, más que como un raro ejemplo de la naturaleza humana, como un detonador de la mía. Llegué a buscarla en algunas mujeres sin mayor éxito. Luego quise imaginar su vida, la que el narrador omitía pudorosamente, y comprendí que la omitía porque esa mujer no importaba más que como una excusa para su auto acusación.

Era inevitable entonces asociar ese personaje de pocas líneas con la protagonista de la historia que Andrés me refería cuando ya casi había abandonado esa búsqueda.
Muy probablemente esa dama tuvo luego una vida corriente, olvidó a su amante, conoció a otro hombre, se casó, tuvo hijos, envejeció y quizás aún vive, dijo Andrés. Tal vez, pero tuvo ese momento en su vida, repliqué, y puedo preguntarme si no condensó en él lo que realmente quería hacer de ella.

Una cuidadosa exégesis de esos documentos y de algunas notas que el padre de Andrés había insertado en los mismos, me ha permitido reconstruir lo que sigue. Aquellas cosas que no he podido inferir razonablemente de tales cartas o conocerlas directamente he preferido omitirlas. Y digo «conocerlas directamente» porque mientras llevaba adelante el singular esfuerzo que me había propuesto, traté por todos los medios de dar con los protagonistas, de ubicar por lo menos sus rastros, de encontrar algo que confirmara la historia. Llevé prolijamente un diario de mi periplo, el que avanzaba a la par que mi fantasía y mis deducciones, del que he extractado, también y por cierto, lo que considero de mayor relevancia.

Diremos simplemente que todo comienza cuando Hernán se entera de que Mara intentó suicidarse por medio de una fuerte dósis de somníferos y fracasó en su propósito.
Hernán es un médico de la clínica del pequeño pueblo donde se desarrolla la historia. Julia es la primera esposa de Hernán y antes de ella estuvo Mara pero no se casaron. Y ahora es precisamente Mara el centro de su cavilación. Lleva casi año y medio sin verla y ello no sería importante si hubieran tenido una historia normal y si nada capaz de poner un corte abrupto a ese silencio entre ambos hubiera sucedido. Pero ahora acaba de saber que Mara intentó suicidarse. El hecho ocurre la tarde anterior, y cuando Hernán se entera ya Mara esta fuera de peligro y consciente aunque continúa internada en una clínica psiquiátrica en Montevideo.

La mensajera es Aurora, hermana menor de Mara. Subrepticia y astutamente le da la noticia por teléfono pero también lo convoca a una misteriosa cita en una confitería de Montevideo, bajo el pretexto de que desea entregarle algo personalmente.

Imagino que en una tarde soleada y calurosa ambos se encuentran casi sin cruzar palabras. La cita es breve y ella se limita a entregarle una carta de Mara y allí empieza todo.



Fotografia: Christian Coulombe

Capitulo 4

Ella sólo quería estar desnuda

Autor: Andrés Urrutia. (Seudónimo). 1999
Primera Edición abril 2001 en www.badosa.com
Libro gratuito.

C A P Í T U L O 4
Los manuscritos de Mara


He decidido contar la historia de una esclavitud voluntaria, porque aunque parezca paradójico así debo definir mi condición, mas no se tardará en descubrir que ninguna condición es, en esencia, voluntaria. Pero en una primera y sencilla acepción, la idea de ser una esclava voluntaria se compadece con mi historia y además me gusta el término. Suena bien y contiene el mensaje que quiere dar. Algunas personas se consagran a ser amos, en sus pequeños o grandes empleos, en sus pequeñas o grandes historias de amor. Otras personas, quizás las más, no se consagran ni a una ni a otra cosa. Pues bien, yo he decidido consagrarme a la esclavitud. Primero porque por alguna extraña razón me provocaba un placer casi animal, y luego, meditadamente, porque vi que a la vocación se le aunaba la idoneidad y la aptitud, razón por la cual eso era lo que yo mejor tenía para ofrecer a quienes me rodeaban. No sé cómo ni cuándo decidí convertirme en tal. Obviamente no fue una decisión consciente sino una revelación del carácter o tal vez un desarreglo genético. Seguramente nació conmigo y sólo precisaba algo que lo despertara. Ese algo fue Hernán. Y como lo que despertó esa vocación fue un hombre, concluyo en que la esclavitud es mi forma de amar.

Dijimos ya que Mara estuvo antes que Julia. Desde el comienzo le profesa a Hernán un amor que podríamos calificar de religioso, que se parece más a la devoción que al compañerismo. Quizá ello derive de que lo persigue hasta que logra su atención, y cuando consigue ese primer objetivo trata de sustituirse a otros nombres que no son personajes de esta historia porque ya no forman parte de la memoria de Hernán. Borra con perseverancia esos nombres y así pasa a integrar su vida.

Atendía un respetable salón frente al sanatorio, al que Hernán siempre cruzaba a comprar cigarrillos. Tenía el cabello profundamente negro y largo hasta la espalda de modo que no podía pasarle desapercibida como en efecto no le pasó.

Hernán sabe que nada anormal tuvo ese principio. Él tenía treinta y un años y ella veintidós. La diferencia de edad a nadie le pareció desproporcionada cuando comenzaron a mostrarse juntos. Tampoco levantó mayores comentarios la circunstancia de que un joven y promisorio médico eligiera a una vendedora que apenas había concluido sus estudios secundarios, y cuando se mudaron juntos fue sin más preguntas la señora de Hernán.

No hay que pensar que se trató para él de una mera atracción física pese a que era inocultable la incidencia que en su elección había tenido la belleza de Mara. Pronto se reveló como una mujer amable, de buen carácter y preocupada por el bienestar del hogar. Todo ello parecía propio de una mujer a la que nunca antes se la había visto con un hombre. Sabemos esto porque en los pueblos como el que nos ocupa, son esta clase de informaciones las que aparecen como más fáciles de obtener, pues en ellos todos parecen vigilar las conductas de todos, y resulta entonces relativamente sencillo el saber si la gente es buena o mala, si engaña o bebe en exceso, si van bien o mal sus negocios y si tienen una vida feliz con esposos y esposas.

Casi un mes después de una primera cita en un lugar bailable y acogedor en las afueras de la capital, ella se desnudó en un motel. (Hay que decir también que en los pueblos o ciudades del tipo que nos ocupa, los jóvenes suelen huir en las noches para alejarse de las miradas detectivescas y obtener, en verdaderas ciudades y entre la muchedumbre, un poco de intimidad). Hernán la miraba y era para él como un botín intocado, y en ese momento comprendió el instinto de posesión que podía despertar la virginidad.

Ahora Hernán reflexiona acerca de la autodenominación que se da Mara. Y, en efecto, concluye en que durante todos estos años se comportó como una real esclava voluntaria. Siempre acató y nunca mostró el menor signo de rebelión. ¿Eran sus gustos sexuales el origen de esa naturaleza? ¿O más bien eran éstos una simple consecuencia de aquélla? No se plantearía esta pregunta si no fuera porque Mara abre esta suerte de confesión o carta suicida con los primeros. Y se pregunta si es eso el símbolo de una simple conducta desviada que condiciona todo lo que a la postre sucediera. ¿Y por qué reconstruir con ese detalle tramos tan íntimos de la vida que tuvieron en común? No es difícil suponer que a Hernán le resulta extraño todo lo que está comenzando a vivir y por esa razón empieza a preguntarse sobre los reales motivos de Mara y Aurora para proceder como lo hacen. Sin encontrar una respuesta vuelve entonces a retomar la lectura.

Como no podía ser de otra manera mi peculiar vocación comenzó a revelarse en la cama. Por supuesto que estuvo pudorosamente oculta en nuestros primeros encuentros, hasta que la familiaridad que concede el tiempo me ayudó a ir revelándola con prudentes pero directos mensajes que él supo captar a la perfección. Y digo que no podía ser de otro modo porque tan condenable y vergonzosa es a los ojos del mundo la condición que poseo que la misma sólo podía manifestarse detrás de las paredes que me protegían de aquél. Vergonzosa y condenable sí, pero a los ojos de un mundo que todo lo etiqueta en normal y anormal, en arriba y abajo, en derecha e izquierda. Vergonzosa y condenable, pero para un mundo que es incapaz de distinguir entre los lúdicos avances eróticos y la vida exterior. Un mundo al que le cuesta permitirse públicamente las oscuridades y las luces de las fantasías en las alcobas porque cree que ellas revelarán a la postre las posiciones sociales. Grandes hombres, ubicados en posiciones sociales eminentes han gozado sintiendo el látigo empuñado por alguna ignota mujerzuela. Escritores, filósofos, estadistas, no pudieron impedir, con mayor o menor esfuerzo, la divulgación de sus gustos por la flagelación, y sin embargo, todavía quienes presentamos algún grado de inclinación hacia esos exquisitos placeres, debemos soportar ser catalogados como fenómenos, aparecer en los sesudos libros de texto como curiosidades, para que los adalides de una de las más blandas ciencias vengan en tropel a ensayar con nosotros sus recetas. Y en verdad, por alguna extraña razón de la naturaleza sólo podía extraer placer del dolor y la humillación. (Se dice que Rousseau «parece haber sido un anormal con pequeño masoquismo», Nerio Rojas, op. cit., pág.197. Hoy se sabe también que Michel Foucault, filósofo del poder, no pudo sustraerse a los encantos de una escenificación del sometimiento y, en la década del setenta, aprovechaba las conferencias que dictaba en los Estados Unidos «para visitar los centros de sadomasoquismo que habían proliferado en algunas zonas de California». El País Cultural, Montevideo, 28 de enero de 2000.)

Esta no tan inusual característica se presentó, como digo, a través de una simple predilección sexual, causa por la cual no le dispensé demasiada atención ni fue objeto de preocupación alguna de mi parte. De la misma manera que en la intimidad de nuestros lechos solemos desatar nuestras más profundas fantasías, así juzgué yo esta naturaleza que empezaba a revelarse. Tenía para mí idéntica trascendencia que la elección de la posición amorosa, y mal podía entonces endilgarle algún viso trágico como ahora le asigno. Como cuando en los avatares del juego erótico sueña una mujer con ser tiernamente asida y lentamente penetrada, sueña otra ser tomada con violencia y dejar al arbitrio viril la conducción de ese momento. Tanto una como otra fantasía aparecen despojadas de monstruosidad o consecuencias. Tanto una como otra forman parte de ese mundo íntimo que nos forjamos con el otro. Por tal causa mal podía entonces sospechar que una suerte de condición trágica —en el sentido griego del término— me haría su presa. Mal podía sospechar que la forma elegida de gozar de mi amor estaba revelando una voracidad que sólo podía conducir a una única manera de existir. Intuía, sí, que deseaba ser objeto de placer, ser manejada por él, que quería su bota encima de mí, recibir sus órdenes y satisfacerlo. Lo fui descubriendo poco a poco. Al principio me contentaba con buscar la posición de mayor pasividad cuando hacíamos el amor; enseguida comencé a plegarme a todos sus deseos, tuviera o no apetencia, e increíblemente ello me la provocaba. Luego imaginaba ser violada por él, tomada sin deseo de mi parte, ser un cuerpo absolutamente servil a sus caprichos; y ello exacerbaba mi excitación, potenciaba mi capacidad de goce. Así entonces quise dejar entrever mis adicciones para poder liberarlas.

Y afirmo que esa revelación fue posible porque él pareció ir comprendiendo a la perfección mis velados mensajes ya que cuando hice totalmente explícita mi naturaleza, la amalgamó a la suya con naturalidad y sin ningún esfuerzo. No está de más recordar ese episodio porque a partir de él lo tácito se hizo evidente. Antes existieron sólo pequeñas y veladas actitudes de mi parte, tan triviales como excitantes.

Pero vayamos al instante que considero trascendente, aunque sé que la trascendencia es básicamente subjetiva, depende de las sensaciones y de los oscuros deseos de quien participa del momento. Así supe enseguida que había llegado la oportunidad. Era una casi aburrida reunión con amigos. Mientras yo hablaba, él y dos personas más, un hombre y una mujer, me escuchaban en silencio y bebiendo. Mientras las palabras retumbaban, deseé en lo más hondo de mi ser que me mandara callar, que me ordenara guardar silencio y que me hiciera un gesto, apenas perceptible pero evidente, para que me fuera. Y que todos lo notaran, y que me dijera que sólo podía, de ahí en más, hablar con su permiso, para que yo, avergonzada, debiera obedecerle.

La imagen se me presentó con la potencia de una fantasía sexual. Una más de mis hasta ahora inconfesas fantasías. La escena era burda, irreal, hasta grosera, pero se la conté cuando quedamos solos. Entonces dijo: «Si eso te provoca un orgasmo lo haré.» Es por esa respuesta, tan directa y certera, que juzgo una cabal comprensión de su parte hacia mi naturaleza.
Y quise que lo hiciera. Había sido suave con mi virginidad y deseé que hubiera sido violento. En ese entonces asociaba aquel inconfesado pensamiento con la incomparable excitación que me produjo su respuesta y le contesté: «Hazlo.»

Hacía pocos meses, dos o tres, no lo recuerdo con precisión, que compartíamos un pequeño departamento, pero esa conversación fue el punto de partida de nuestra historia.
A partir de ese momento desnudé completamente mi voluntad de sumisión. Teníamos, en las noches, nuestro pequeño mundo donde jugábamos al poder. Ideamos poco a poco y juntos un pequeño catálogo de divertimentos sexuales que contemplaban, no por obvios, acabadamente la condición que describo. Me figuraba entonces que nuestras paredes eran como aquellos castillos que describía Sade. En ellos la única ley era la del deseo. Los amos descargaban sus apetencias sobre los resignados esclavos; perdida toda esperanza de libertad, éstos estaban destinados sólo al deseo y la posesión.

¿Cuál es —se pregunta Hernán— esa condición que se autoasigna Mara? Ve ahora que ella por supuesto trasciende una simple fantasía erótica. Se dice que todos tienen tales fantasías y que a la postre ellas no condicionan una existencia. Le parece ahora que el relato que está leyendo es deliberadamente superficial y que no revela el verdadero mensaje escondido tras las palabras. No sabe si es un prólogo irónico a lo que ya conoce como continuación o si es un recordatorio ejercicio sexual de Mara que sublima el deseo en la escritura. Lo cierto es que tiene la potencia de una confesión y se pone a pensar en ello.

Se dice que la confesión es la desnudez absoluta pero pueden imaginarse dos clases de ella. Está la confesión religiosa, que permanece entre el confesor y el confesante, en la que incluso este último apenas ve el rostro del primero porque están separados por un entramado de madera. Se trata de una confesión parcial. Se confiesa porque el pecado está resguardado por el secreto. No hay miradas cómplices o lastimosas que contemplen al confesante, y se sabe que el confesor se llevará el pecado, por más terrible que éste sea, a su tumba. Por supuesto que si el confesante es creyente está desnudo a los ojos de Dios, pero si es creyente cree también en que Dios todo lo ve y entonces está siempre desnudo ante Él aunque no ejercite el sacramento de la confesión. Por lo tanto ésa es una desnudez con privacidad.

Pero está también la confesión que el reo hace en el juicio. Esa confesión, a diferencia de la primera, carece de toda privacidad. Es entonces mucho más sencillo confesar del primer modo. En el segundo el confesante se enfrenta no sólo a su propia vergüenza sino también a las miradas condenatorias del público y del juez. Una cosa es confesar entre las sombras y una muy otra es hacerlo ante oyentes ávidos y curiosos.

Es en este instante en que Hernán se percibe a sí mismo como un confesor, pero es un confesor extraño porque es también parte de la confesión. Resulta estar en una posición singular. Si juzga a la confesante se juzga a sí mismo. Si la absuelve se absuelve a sí mismo y esa absolución carece de toda validez. Si la condena tiene por tanto que autocondenarse y no quiere hacerlo por un natural instinto de defensa.

Le es inevitable el preguntarse por qué fue elegido como confesor si carece de la imparcialidad de tal y por consiguiente de su autoridad. Y es ese razonamiento el que le mueve a pensar que en realidad no se trata de una confesión, o que más bien el aire de confesión que tiene es un aire engañoso tras el cual se oculta otra cosa.

Veamos. En las actuales condiciones la confesión de Mara debió de asumir la forma del póstumo mensaje de un suicida. Y si la confesante quería asegurarse que ese mensaje llegara a su confesor debió de ser enviado directamente por el suicida. Por ejemplo, yendo al correo a despacharlo momentos antes de quitarse la vida. La participación de un tercero no encaja porque en tal caso la conducta lógica de ese tercero no sería otra que la de tratar de evitar el suicidio. Y si el suicidio se frustra, menos aún encaja que igualmente ese tercero alcance la confesión a su presunto destinatario luego de la frustración y conociendo la misma. No, entonces no puede tratarse del último escrito de quien decide su propia muerte y quiere, por algún extraño instinto, hacer saber los motivos de su decisión.

Pero si no se trata de una confesión justificante ¿qué es lo que justifica revelar esta historia? Y más aún, ¿cuál es el sentido de recordársela a uno de sus protagonistas? No obstante, desecha esas especulaciones para volver a sumergirse en el pormenorizado relato que de la intimidad de sus noches hace Mara. Por alguna extraña razón desea releer esos pasajes a sabiendas de que su esposa duerme ignorante en otra habitación. Parecería que esa lectura tiene para él el sabor de un pequeño engaño, de una traición inocente incapaz de dañar a Julia.


Fotografia: Ken Marcus

Capitulo 5

Ella sólo quería estar desnuda

Autor: Andrés Urrutia. (Seudónimo). 1999
Primera Edición abril 2001 en www.badosa.com
Libro gratuito.

C A P Í T U L O 5
Los juegos inocentes


Ahora comprendo por qué siempre prefería arrodillarme. Colocarme de rodillas se compadece con la naturaleza que describo. Los esclavos siempre se arrodillan. Arrodillada entonces a orillas de la cama encorvaba mi espalda hasta casi tocar el piso con el cabello, y con eso no hacía otra cosa que ofrecerla. La espalda, en casos como el mío, siempre se la ofrece a los azotes. Ante tal ofrecimiento él extraía su cinto, ancho y de cuero, lo doblaba sobre sí y tomándolo de la hebilla y del otro extremo comenzaba a dejarlo caer suave y rítmicamente sobre mí. Por cierto que nunca fueron golpes verdaderos, pero aún así debo reconocer que eran deliciosos. Periódicamente recibía su orden de arrodillarme y encorvarme y nunca dudaba.
Nunca lo cuestioné tampoco. ¿Acaso no existió siempre un binomio poder-debilidad simbolizando al hombre y a la mujer? ¿Por qué no llevarlo a esos extremos si se quiere inofensivos tras las paredes de un hogar? ¿Por qué no intensificar ese binomio en la más primaria de las interacciones: el sexo? ¿Y por qué después de todo iba a cuestionarlo? ¿No éramos acaso dos adultos que libre y conscientemente elaborábamos, edificábamos nuestra sexualidad? Cuando hay madurez y consentimiento, la libertad en este campo ha de ser absoluta, pues con ello a nadie se ofende ni se daña.

El día transcurría con normalidad. Trabajábamos, íbamos al cine, concurríamos a veladas con la familia o amigos, nos ocupábamos de las cosas comunes o extraordinarias. Pero de noche teníamos nuestro secreto, nuestro pequeño altar consagrado a adorar los bajos fondos de nuestras ficciones y simbolismos. La alcoba era nuestro territorio. La tela virgen pronta, preparada para trazar en ella los contornos de nuestras fantasías. Dos seres libres el uno para el otro. En ese recinto todo nos estaba permitido, era la puerta que daba a la irrealidad, al juego, y que liberaba las amarras de nuestros más recónditos deseos. De día «sí, señor», «¿qué desea, señora?», «¿almorzamos juntos, mi amor?», «¿has tenido muchos pacientes, querido?», «vamos el domingo a lo de mis padres»; «te adoro, mi amorcito». A la noche, en cambio, nuestro secreto, nuestro castillo. «Desnúdate.» «Sí, señor.» «Te castigaré.» «No, señor, por favor no», con un «no» que siempre era más un ruego, un decir sí, un ansioso desear que lo hiciera. «Lo haré hasta que lo pidas.» «Hágalo entonces, señor.» «Arrodíllate.» Y zas, zas, zas.

Ése era nuestro pacto, el pacto de dos seres libres, por el cual uno de ellos, en uso de esa libertad, en expresión de ella, en la cima de su disfrute, la abdica a favor del otro. Teatralmente, pero de modo que la escena y el escenario materializaban la fantasía, tomaba cuerpo, nos aceleraba el pulso y la respiración.

No recuerdo con claridad como comenzó. Nació naturalmente. Una noche me arrodillé ante él totalmente desnuda y sin mediar palabra extrajo su cinturón con la mayor naturalidad. La noche siguiente, también sin orden alguna, me desnudé, me puse de rodillas y volvió a hacerlo. Pero esta vez, mientras recibía los simulados azotes desabroché su pantalón y zambullí mi boca en su miembro. Con sólo escribirlo revivo los terribles espasmos hasta llegar al éxtasis; el rostro aplastado en su entrepierna y las rítmicas caricias del cuero en mi espalda.


Fotografía: Richard Hoongendijk

Parecieron abrirse tantas puertas que todo lo anterior era como un insulso prólogo. Supe que éramos el uno para el otro. La proximidad de la noche nos provocaba el mismo cosquilleo en las barrigas. Nos echábamos miradas cómplices mientras viajábamos rumbo a casa, olvidados ya de los azares del día, los problemas del trabajo, los pacientes, los clientes atrevidos, las cuentas a pagar. Mientras abríamos la puerta, la sonrisita pícara, el corazón que late más deprisa, la imaginación que vuela preparando el juego de esa jornada, ideándolo, adornándolo y ya relamiéndose ansiosa por comenzar a jugarlo. Y luego él diciendo: «eres una viciosa»; y yo entre risas: «¿acaso tú no?». Éramos como las piezas del rompecabezas que encajan a la perfección, como el zurdo y el diestro en una pareja de tenis.

De ese modo nos bastó el recordar que, al inicio de nuestra relación, en un comprensible arranque de inseguridad le dije con franqueza y en ese lenguaje vulgar que a veces es fruto de la confianza: «Presiento que algún día me vas a mear», para verme al poco rato, tendida desnuda en el piso del baño y regada por su orina. El sentido figurado de aquella frase era obvio, y sin embargo, el revivirla, nos sirvió a ambos para asumir con facilidad y sin vacilaciones otro de nuestros juegos. Ahora me pregunto por qué fuimos tan pulcros. ¿Por qué no meó sobre mí en el piso del cuarto o sobre la cama misma? ¿No resultaba acaso demasiado estudiado el caminar hasta el baño y acostarme en la bañera para sentir en mi pecho el tibio y amarillo líquido?

Recuerdo una película en que dos hinchas de un club de fútbol orinan sobre las paredes del estadio del club rival, en un incivilizado gesto de desprecio y superioridad. Arrodillarme en la loza fría y encorvarme para que Hernán orinara sobre mí despertaba una incontrolable imagen de poder. Los instantes previos eran los que conducían a la mayor excitación. La lenta ceremonia de desnudarse, de caminar cabeza gacha hasta el baño y allí arrodillarse. La última mirada al hombre que se erguía, potente, de pie ante mi pequeñez y luego cerrar los ojos. Y esperar, esperar segundos deliciosos hasta que de improviso caía en mi espalda una lluvia fina y caliente, corriendo delicadamente hacia los contornos de mi cuerpo, escurriéndose por el canal que conduce hacia los muslos. En ese mágico momento yo pensaba: es mi amo. Si me ordena beberlo, lo haré. Si desea orinar en mi rostro me voltearé y obedeceré; si desea que permanezca horas tendida en el charco, hasta que se enfríe, hasta que se seque, sólo debe decirlo.


Fotografía: Richard Hoongendijk

Debo aclarar a estas alturas, aunque creo que se ha comprendido, que no era el regodeo en el dolor lo que me excitaba sino la sensación de la sumisión. Existía un extraño placer en ella, un intenso goce en la sensación de pertenencia, en ser tratada como un objeto más de uso cotidiano.

Todo sin embargo no pasaba de ser un juego inocente. Y resultaba a la postre natural el querer esa exposición, esa desnudez que en definitiva era un homenaje al lazo que me esclavizaba. Se convertía entonces en el estrechamiento de ese lazo, y mientras más saboreaba las mieles de la esclavitud en esos juegos sexuales, más se reafirmaba la naturaleza indisoluble de nuestras ataduras.

Por cierto que alguna vez pasó por mi mente la idea de la perversidad como enfermedad. Al fin y al cabo, en las púdicas conversaciones que las mujeres tenemos sobre el sexo no es nada frecuente oír estas confesiones. Nunca escuché una apología de la zoofilia, por ejemplo. Al fin y al cabo, existe toda una parafernalia de psicólogos calificando nuestras conductas, ubicándonos en casilleros, en espacios bien definidos: hay normales y hay desviados. Y dentro de estos últimos hay diversos subtipos, distintas especies de desviación. Los hay sádicos, necrófilos, fetichistas. Se hacen esquemas y se cataloga. Uno no puede entonces dejar de sentirse como una rareza, como un objeto de estudio y observación.

Sin embargo la descarté prontamente. ¿Por qué hablar de perversidades si jamás habíamos cruzado a la otra orilla? Por lo menos en ese entonces. Quiero decir con eso que existía una sustancial diferencia entre jugar a la servidumbre y la enfermedad. Más gráficamente, no fui quemada por sus cigarrillos ni sus golpes me dejaron marcas. La real naturaleza de nuestros peculiares divertimentos puede sintetizarse en una sola anécdota.

(He tratado de intercalar pocas glosas al texto original, con el único fin de que él hable por sí mismo, salvo claro está la azarosa reconstrucción de Hernán. A efectos de ilustrar al lector, tengo la obligación científica de comentar que aquí se evidencia en Mara una personalidad que los expertos clásicos suelen calificar como de «masoquismo simbólico» o «pequeño masoquismo». Dupré la define por permanecer en un estadio imaginativo, incapaz de llegar a la lesión. Por oposición se define al «gran masoquismo», donde el enfermo se presenta incapaz de controlar su vicio y ello entonces lo conduce a la lesión o a la mutilación. Los párrafos que siguen ubican a nuestra protagonista dentro de la primera de ambas categorías.)

Hay una vieja película de la década del setenta que indignó a los movimientos feministas y escandalizó a los círculos morales. Precisamente su motivo es la sumisión voluntaria por amor y se llamaba Historia de O. La protagonista se transforma en un objeto a disposición de su hombre al punto tal que ni nombre tiene, se la designa con una mera letra y se le ordena. Y llega así un momento en que acepta llevar la marca de su dueño, la que se le estampa a fuego en una de sus nalgas.

Ese símil entre la mujer y el ganado era la perfecta alegoría de la posesión.
Conocíamos de su existencia e incluso recordábamos algunas crónicas que la comentaban. Por casualidad, la hallamos en un video club repleto de viejas cintas.
Luego de ver la escena que describo, y casi instintivamente y entre risas, él dibujó con tinta en una de mis nalgas su inicial encerrada en un círculo. Al hacerlo, sentí que apretaba más de lo necesario la pluma contra la piel y compartí su intención. Lo hizo hasta que emití un quejido producto del leve y agradable dolor. Ahora llevaba su marca.

Pero el dolor de O al ser marcada a fuego debió de ser atroz. La distancia entre la carne quemada de O y el azulado dibujo sobre mi piel resultaba en ese entonces abismal, por lo que no había motivo alguno para la autoacusación. Creo así haber explicado suficientemente por qué descartaba toda culpa por mi supuesta perversidad. Si debiera calificarla no encuentro otro adjetivo más apto que el de inocente, quizás inofensivo, a veces pueril. ¿Qué otro calificativo dar sino a mi inocua manera de exponerme? Tampoco recuerdo cómo ni de quién partió la ocurrencia pero nos prestamos alegres a ella. Comencé a preparar la cena completamente desnuda mientras él la aguardaba normalmente vestido en el living. Luego, ya pronta, servía la mesa y me sentaba a ella en esa frágil y expuesta condición. Apreciaba muy especialmente las ocasiones en que extremábamos un poco el juego y yo cenaba sola y desnuda en la cocina esperando que él decidiera llamarme.

Tales divertimentos dejan sus enseñanzas. Resulta increíble descubrir el terrible poder que encierra algo tan cotidiano y natural como la vestimenta. De la misma manera que un rey es menos rey cuando se ve desnudo frente a su médico, su vestimenta y mi desnudez pautaban claramente los lugares que nos habíamos asignado.

El permanecer absolutamente desnuda mientras él comía, bebía, leía sus libros o miraba televisión, me convertía en algo a su merced, en algo disponible a su arbitrio y en cualquier instante. Podía imprevistamente cerrar el libro, tomarme allí mismo y continuar luego su lectura. Debo admitir que me encontraba completamente amaestrada. Sólo le bastaba un gesto y yo corría a arrodillarme entre sus piernas, a abrirlas suavemente hasta que cada muslo presionara en ambos brazos del sillón. Luego extraía lentamente su miembro de entre la cremallera y lo ponía en mi boca mientras él continuaba su rutina, fuera lectura, televisión o simplemente fumar y beber.

Fotografía: Henrik Agelby

Había transitado un largo camino hasta lograr mi propósito. Por ello, la sola idea de pertenecerle, de jugar a ser de su propiedad, más allá de su cierto valor cargado de erotismo, simbolizaba notablemente, sin hojarascas ni cortezas, sin lugares comunes ni frases pomposas, la adoración que le profesaba. Pero hay que reconocer que esa adoración crecía en función del cielo que me hacía tocar el perfecto ensamble de nuestras personalidades. «Mí cóncavo, tú convexo», bromeábamos en un lenguaje tarzanesco, festejábamos la ocurrencia y nos dedicábamos a planear algún nuevo juego.

Por supuesto que pensaba que esos juegos íntimos no afectaban nuestra conducta social. Por lo menos al principio. Me resulta difícil ahora explicar todo lo que después sucediera. La realidad fue que nuestros pequeños e inocentes divertimentos eróticos comenzaron, lentamente, a proyectarse hacia otras esferas de nuestra vida en común. Conscientes de que todo era un mero simulacro, creo que aumentó nuestra voracidad por explorar un poco más allá de los papeles que mutuamente nos habíamos asignado.

Llega un momento en que la servidumbre, cuando se tiene una vocación por ella como la que a mí me asaltaba, si es fingida no resulta suficiente, debe pasar a un plano más real, el dolor debe sufrirse y no simularse. Y por cierto que no se puede ir por la calle encadenada o caminar siempre atrás del hombre, lo que nuestro propio sentido del ridículo no toleraría. Por cierto también que ni su espíritu ni el mío están hechos para soportar los dolores físicos de una marca a fuego; somos demasiado convencionales para ello y, en algún aspecto, quizás demasiado pacatos.

Y probablemente sea esa atmósfera plomiza que se respira al fin de la tarde cuando el día no depara nada nuevo lo que estimule nuestra pacatería y nos condene a una estudiada y devaluada manera de apoderarnos de otro ser. En esos momentos todo es tan parecido a esos ambientes sureños de mediados de siglo, en los que vuela el polvo rojo y el pasto largo y desprolijo oculta las mansiones blancas y destartaladas. Ese paisaje que imagino a través de la literatura se me antojó siempre gemelo al que nos rodeaba.

A los gordos granjeros blancos, entre calor y cerveza, les basta con que los negros les sigan llamando «señor» al final de la tarde para ir a dormir en paz. Eso les engrandece, los hincha más que la cebada, y pasan a sentirse dignos depositarios de la herencia de sus antepasados.

No era tampoco que le concediera al sexo un papel superlativo en nuestra vida, como podría erróneamente pensarse luego de la lectura de estas primeras líneas. Mirados con necesaria perspectiva, los juegos sexuales eran en ese entonces un medio para expresarme, un camino para liberar la íntima naturaleza que se estaba apoderando de mí. Las sensaciones primarias e innatas buscan siempre una manera de aflorar, persiguen la luz a veces con fuerza irresistible, otras veces púdicamente veladas. Quizás si yo hubiera sido una mujer gorda y vieja, desdentada por el paso y el peso del tiempo, con un esposo enfermo, me hubiera consagrado en cuerpo y alma a limpiar pústulas y partes íntimas regadas de incontinencia. O quizás si hubiera sido un oficinista metódico y apocado, sublimaría mi naturaleza en un grotesco servilismo a mis superiores. Como estaba perdida e ingenuamente enamorada y jamás había experimentado con el sexo, ése fue el medio que naturalmente mi condición encontró para revelarse. Pero eran, como he dicho, ejercicios con límites precisos, lejos del borde, seguros y definidos. A lo sumo, comparables a esas inocentes caricias que se prodigan las adolescentes cuando despiertan a la pubertad. Dos jovencitas explorándose mutuamente saben que sus juegos son inofensivos, que las caricias no dejarán rastro, que sus hímenes se conservarán intactos y que lo que hacen es sólo una inocente preparación para la realidad que aún se avizora lejana. Parecido a esa íntima sensación de seguridad en que esas precoces ensayistas desarrollan sus avances, era el sentimiento con que vivía las simulaciones que Hernán y yo nos prodigábamos. Dolor simulado, humillación fingida, poder irreal, es apenas como la mano adolescente que tímidamente roza la vagina de la amiga con el extremo cuidado de ni siquiera entreabrir los apretados labios.

No afirmo que de haberle impreso un mayor realismo a nuestros juegos la historia hubiera sido otra porque ello es una proposición inverificable. Por otra parte, prefiero pensar que sí le imprimimos ese realismo, sólo que a nuestra peculiar manera. Pienso que como ya no sólo deseaba jugar a la esclavitud sino experimentarla realmente, sólo había una forma de lograrlo en este tiempo y lugar.

Por ello creo que sin más disgresiones ni subterfugios, debo contar en qué consistieron nuestros siguientes experimentos eróticos.


Fotografía: Richard Hoongendijk

Capitulo 6

Ella sólo quería estar desnuda

Autor: Andrés Urrutia. (Seudónimo). 1999
Primera Edición abril 2001 en www.badosa.com
Libro gratuito.

C A P Í T U L O 6
Historia de Mara


Advierto que deberán perdonárseme pequeñas ironías, pero fácil será comprender el por qué de las mismas.

Acabo de decir que describiría nuestros siguientes juegos eróticos. Por cierto que no han sido ni remotamente parecidos a los que acabo de narrar. Quizás porque —como ya lo he indicado— los simulacros no bastan y su reiteración, cuando se es demasiado voraz, conduce al hastío, él se convirtió en una especie de director o administrador de mis desgracias.

Ahora que ha transcurrido el tiempo y puesta a revivir esos otrora trágicos episodios, no puedo sino admitirles una evidente analogía con la desnudez. Y creo no equivocarme al afirmar que veo también como me provocaban un similar placer, a tal extremo que de poder hacerlo volvería a regodearme en él. Ése es para mí y hoy el sentido que le he descubierto a mi conducta. Una conducta que creo buscaba los absolutos, la insaciabilidad. Quizás no lo sabía entonces, pero perseguía el concepto descarnado, llegar a su núcleo, experimentar su médula y sus límites.

La administración de que hablo comenzó casi imperceptiblemente. Apenas sí se empezó a traducir en ínfimos detalles. Demostración de aburrimiento, comentarios despectivos, cada vez más frecuentes y punzantes, y un creciente desinterés. No tengo hoy la menor duda de que a partir de algún momento él se convenció de que podía humillarme con el peor de los desplantes sin que mi devoción se atenuara y mucho menos desapareciera. Y se adivina entonces que ante tal seguridad, por lo demás no equivocada, era inevitable la escalada de heridas que se sucedieron, sabiamente dosificadas con el aparente fin de librarse de mí. No puedo todavía explicarme cuál era su móvil. Tal vez le fue ganando la desidia que corroe a las parejas con el tiempo, el tedio de la monotonía, que combinado con mi sumisa devoción explotó en un sádico espectáculo del cual se creyó su director.
No contaba, por supuesto, que en tanto más me humillara más se fortalecía mi lealtad. Y ahora, puesta a hacer un ordenado inventario de tales livianas monstruosidades no puedo más que sorprenderme al pensar en todo lo que he soportado, y a la vez estremecerme por lo que me sé capaz de soportar.

Comencemos entonces, como se dice usualmente, por el principio.
Él percibía que mi desorbitada pasión por ser poseída (en la más amplia e imaginable acepción del término) era proporcional a mi temor a la infidelidad. De la misma manera que incondicionalmente estaba destinada a sometérmele, el dolor más agudo consistía en sólo imaginarlo con otra mujer. Quería ser irremediablemente poseída pero también poseer, deseaba ser dueña de todos sus pensamientos, de todo su tiempo y colmar todas sus expectativas. Todo lo vivido, empero, me ha hecho reconocer que ese sentimiento no era sino contradictorio con la condición que yo misma deseaba asignarme. Sin embargo, de la misma manera que el preso se sabe a merced de su carcelero, se vanagloria y goza con la preferencia que éste le profesa. Igual quería yo, émula de esclava, la exclusividad del amo. Debo admitir que en ese entonces, como se dice comúnmente, confundía los papeles, pero ello se debía a que la consciencia de mi vocación y condición no se había aún perfeccionado lo suficiente. Si hoy me lo preguntaran no vacilaría en afirmar que sería indigno de una buena esclava no sólo la exigencia de exclusividad al amo sino su sola apetencia. Pero como estábamos ambos hastiados de la simulación, ese error mío de apreciación fue pretexto bastante para nuevos ejercicios.

Nos habituamos a divertirnos en centros nocturnos de la capital puesto que nuestra ciudad parecía ocultarse tras un telón negro después de las diez de la noche. Recuerdo que él comenzó en distintos pubs o discotecas a coquetear delante de mí con otras mujeres. Lo que daba principio con furtivas miradas y sonrisas, en parte provocadas por el alcohol, terminaba frecuentemente en un desembozado desconocimiento de su acompañante: obviamente quien esto narra. Sentados a la barra y bebiendo whisky, siempre conseguía incorporar a otra mujer a la conversación. Salía entonces a bailar con la desconocida y quedaba yo mirándoles. En muchas ocasiones veía cómo esas mujeres giraban el rostro para fijar en mí sus ojos y se reían descaradamente. Hasta que una vez, al ver que él, entre las tenues luces de la pista y casi codo a codo con otra pareja de bailarines, besaba a una de ellas, aguardé pacientemente a que volviera a la barra y, en un susurro, lo amenacé con un escándalo.

Dijo que nada nos ataba, que si no me agradaba la situación podía dejarlo, y callé. Una y otra vez se sucedieron esos escarceos y una y otra vez amenacé con abandonarlo. No lo hice.
Poco a poco comenzó a hacerme comentarios irónicos sobre sus compañeras de trabajo, a darme burdamente a entender que se estaba fijando en otras mujeres. Noté que fuera cual fuera el lugar donde nos encontráramos, se tratara de una fiesta, de una reunión social, o hasta en encuentros ocasionales, no dudaba en dirigirse acaramelada y estúpidamente a cualquier mujer que se le cruzara. Se reía con ellas en mi presencia, les hacía veladas insinuaciones, les alababa la vestimenta o los ojos, las tocaba mientras conversaban, todo como si estuviera solo, todo tal cual mi presencia no le importara, o mejor dicho, cual si no le importara mi humillación, que por lo demás resultaba tan evidente que en ocasiones llegaba a incomodar a sus interlocutoras.
Pero veo ahora que todo concluía en un pueril juego de adolescentes. Quizás debió llevar a esas mujeres desconocidas a nuestro hogar, debió ordenarme que me sentara frente a la cama y hacerles el amor delante de mí. Gozar a otra mujer ante mis propios ojos y luego, exhausto, despedirla sin llegar a tocarme e inmediatamente dormirse. Más de una vez he imaginado esa escena y más de una vez también mi posterior comportamiento. Estoy segura de que mientras él dormía, cansado por el amor, yo, a su lado, con mi mano izquierda apretaría mis pezones y clavaría en mi caverna los dedos de mi mano derecha abrazados en un apretado racimo, para así llegar al éxtasis reviviendo la escena que pocos minutos antes se había desarrollado ante mí.
En lugar de eso se limitó a concertar encuentros a mis espaldas. Lo que es por lo menos un decir. Yo sabía perfectamente a qué respondían sus habituales llegadas a altas horas de la noche pese a las usuales excusas. Volvió a ver que había un mundo por descubrir fuera de nuestras paredes, pero nunca se animó a incluirme en él. Comencé a representarle la habitualidad, el monótono decurrir de los días y las noches. En suma, la contracara de su reconquistada libertad.

>Se preguntarán qué había sucedido a estas alturas con nuestras ya vistas depravaciones. Sucede que todo lo que se repite languidece. Siguiendo esa misma ley palideció nuestro interés en ellas.
Hernán había decidido por ello ejercer el poder que yo misma le había otorgado, seguramente con el objetivo de que fuera yo quien lo dejara para evitarse el siempre engorroso trance de proponer la ruptura. Y es que existen personas, y él es una de ellas, a las que les cuesta sobrellevar la carga del abandono, y tal vez más por un exacerbado sentido de la culpa que por una exacta noción del daño que pueden provocar.

Puedo afirmar hoy sin temor a equivocarme que nunca llegó a explorar las reales posibilidades de mi sufrimiento. Nunca llegó a advertir hasta dónde podía pulsar las cuerdas de mi sumisión y ello quizá le movió a abandonarme antes de tiempo.

Pero sigamos con los hechos. Su próximo paso fue la separación formal. Y como sus continuas humillaciones no lograron quebrantar mi permanencia, debió él asumir la iniciativa por su deseo. Sin embargo, hay que indicar que su abandono parece hoy haberse producido con el solo fin de recuperarme cuantas veces se le antojara.

Como le es totalmente imposible vivir en soledad, comenzó a repartir su tiempo libre entre distintas mujeres. Sé incluso que a una de ellas le contó, entre risas y alcohol, mis predilecciones en la cama.

No obstante, a los dos meses de su ahora sí recuperada y completa libertad comenzó a llamarme. Había dejado de trabajar en el comercio frente al sanatorio ya que afortunadamente su dueño tenía otro local enclavado en el centro mismo de la ciudad, y accedió sin mayor dificultad a que me trasladara a él. No quería cruzarme con Hernán todas las mañanas ni estar pendiente de la puerta del sanatorio para no más verlo entrar o salir. Ello, sin embargo, no impidió que un día apareciera por mi nuevo puesto con un pueril pretexto, que conversáramos unos minutos y que se despidiera con un «te llamaré». Nos volvimos a encontrar y su único propósito era llevarme a un hotel. Por supuesto que obedecí. Ni siquiera pasamos la noche juntos, y a la mañana siguiente lo llamé a la casa que había alquilado casi en las afueras de la ciudad. Supe por su cortedad que había otra mujer en su cama, a la que seguramente recogió luego de satisfacerse conmigo. Se lo pregunté directamente, contestó que sí y colgó. Ese día debí tomar calmantes para ahogar el llanto, la rabia, la desesperación. Me hundí en el sopor del sueño inducido hasta que me despertó el teléfono. Era él para disculparse. Me dijo que ningún compromiso nos ataba pero que su mente nada más podía ocuparse de mí, que nada serio había entre él y su ocasional acompañante. Me citó y fui. Me llevó a su nueva casa y me hizo el amor. Anudados en su cama, próximos al éxtasis me dijo entre gemidos que tocara la cama, que en esa misma cama la noche anterior había poseído a otra mujer. Lo repetía una y otra vez porque parecía excitarlo, mientras que yo, boca abajo y cargando su cuerpo en mi espalda, hundía la cara en la almohada y lloraba. Tantas veces repitió su peripecia de la noche anterior que llegó un momento en que no pude ya soportarlo. Salí de debajo de él con violencia mientras le gritaba e insultaba; tiré contra la pared una botella de vino a medio beber que teníamos sobre la veladora y creo que hasta intenté golpearlo. Me calmé al poco rato, tomé mis cosas y me fui repitiendo para mí que debía poner fin a esos encuentros.

Igualmente continuó buscándome. Y aun así continué respondiendo a sus llamados. Cada uno o dos meses me aferraba a su sexo. A veces una o dos horas en un hotel y otras se quedaba a dormir en el departamento. Me tomaba salvajemente y luego pasaban meses durante los cuales me ignoraba por completo. Vivía pendiente de sus llamadas. El teléfono se había convertido en una obsesión a tal extremo que me imaginaba su timbre y corría a atender sin darme cuenta de que ese sonido no era otra cosa que una alucinación. Durante esos intervalos me crucé dos veces con él. En ambas estaba con la misma mujer. La primera vez me vio y apenas me saludó con un gesto. La segunda vez estaba con ella en una confitería. Bajaba del autobús y los vi a través del ventanal. Sentados a la mesa con dos cafés, él extendía constantemente su brazo derecho para acariciarle el cabello. Eran cerca de las siete de la tarde. Durante la mañana de ese mismo día había llamado para citarme a las nueve. Ya había anochecido y me quedé oculta tras un árbol contiguo a la parada mirándolos y me fui tras media hora de fisgonear. Como nuestra cita era en mi departamento, fui, preparé la cena y me dispuse a esperarlo. Llegó puntualmente. Cenamos, hicimos el amor y se fue. Pude haberle hecho preguntas, haberle dicho que lo vi, pero sentía temor. Si le hacía una escena quizá dejaría de llamarme o espaciaría aún más sus ausencias. El temor a perderlo era superior a mis celos. Me dije que debía acostumbrarme a compartirlo con otras, que debía soportar esa condición sumisamente.

¿Se preguntarán el por qué lo hacía? ¿Por qué consentía en entregarme a él a su solo llamado? Creo que eso también avalaba esa sensación de pertenencia a la que me he referido. La entrega completa, el derecho de uso que le había conferido sobre mi cuerpo y mente, sólo podía ser total y veraz si soportaba que no lo ejerciera. Así como podía tomarme cuando y cómo quisiera, de igual manera podía no hacerlo y esta opción le daba tanto poder sobre mí como la otra. Y hay que decir que ello me congraciaba con la más pura y arraigada condición humana. ¿O acaso este torpe animal de dos patas que somos no ha buscado, desde sus mismos albores, forjarse de mil maneras un amo? Desde que bajamos de los árboles erigimos totems e iglesias; inventamos oraciones y nos autodesignamos siervos de alguna divinidad. Turbas enteras de siervos voluntarios y temerosos alabando a su amo, revolcándose en una querida servidumbre y reforzando su devoción en proporción directa a los desdenes de aquél. Porque ¿qué extraño fuego anima a este bípedo con habla a solazarse en ser siervo de dioses que le envían plagas, que lo castigan con guerras y desgracias? La madre, con su recién nacido deforme a cuestas dice: soy tu sierva, Señor, y si ésta es tu voluntad, la acepto. Lo mismo dicen el inválido y el miserable. ¡Qué profunda vocación servil entonces nos anima! ¡Qué honda necesidad de tener un amo, de amarrarse a él! A lo largo de la historia ese amo nos ha azotado, nos ha diezmado con sus iras pestíferas, ha desatado su odio y ha creado el incomprensible martillo del azar, y aun así tememos que nos abandone. Aun así nos vanagloriamos de decirnos sus siervos, de mostrar la mejilla destrozada y ofrecerle la mejilla sana. Luego de recibir miles y miles de latigazos, sólo queremos volver a Él. Nos aterra profundamente el solo pensar por un momento que estamos solos, que ese amo no es más que una sutil creación de la química de nuestros cerebros a modo de catarsis contra el miedo a morir. Concebirnos libres de esa fuerza, dueños de nuestro destino, arrojados a un mundo atroz pero que podemos descubrir y dominar excede nuestra capacidad. Nuestra condición, nuestro temor, nuestra naturaleza, exigen un amo. Y si tantos millones de infelices acentúan su devoción al amo cuanto más grande es su desdén, ¿quién soy yo para no seguir esa naturaleza ante los tímidos desprecios del mío? Cuando tal condición se encuentra en la médula de la especie, ¿por qué negarla? Olvidémonos por un instante de la circunstancia de que el tal amo sea una idea o sea de carne y hueso y sangre. Vayamos sólo a la otra cara, la de la servidumbre electiva. Y entonces ¿por qué es digna de repulsa la mujer golpeada que se ata a su marido vago y ebrio y no las miles de madres cuyos hijos mueren de terribles enfermedades y siguen adorando a un amo que, por el poder que ellas mismas le endilgan, podría haber evitado esas muertes inocentes? ¿Qué es, en esencia, lo que me diferencia de estas últimas? Nada, absolutamente nada y por lo tanto, si ellas nada tienen para reprocharse a sí mismas, mucho menos lo tengo yo. De la misma manera que esos ejércitos de inválidos continúan alabando y cantando salmos a quien, pudiendo liberarlos de sus cadenas opta por ajustarlas, yo también elegía esa misma opción, yo también elegía alabar a quien apretaba insoportablemente mis ligaduras y nadie tiene la autoridad necesaria para condenarme por ello. Ése era mi consuelo.
Ahora sí me sentía en verdad desnuda frente a él y por lo tanto a su disposición. Curiosamente las sensaciones emanadas de aquellos juegos vinculados a la vestimenta y la desnudez se habían materializado en otro pendular juego de recupero y abandono. Sólo que ahora la pasión me desbordaba cuando disponía de mí y el dolor, un dolor esta vez sí real e insoportable, me agobiaba cuando dejaba de hacerlo. Estaba experimentando realmente la servidumbre, estaba literalmente desnuda a los ojos del amo. Imaginaba estar encerrada en una celda cuya única llave la tenía él. Esperando ansiosa a que la puerta se abriera y apareciera allí para tomarme violentamente y arrojarme luego otra vez a la oscuridad. La sensación era contradictoria. Por un lado temía el dolor del abandono, pasaba noches enteras imaginando que en ese mismo instante estaría amando a otra mujer, lloraba dibujando su cuerpo desnudo en brazos desconocidos, recorrido por otra boca y por otras manos. Pero al mismo tiempo me fortalecía pensando en que yo todavía estaba ahí, que en cualquier momento volvería a llamarme, que no podía dejar de hacerlo. Me descubría entonces experimentando un extraño y morboso placer. Un placer que nacía de sentirme usada, de sentirme casi un objeto que él podía venir a tomar cuando lo deseara.

En ese entonces le era fiel. Mi fidelidad, mi rechazo a la sola idea de estar con otro hombre, acentuaba esa loca sensación de pertenecerle. Era una situación casi patética. Me guardaba para él, para cuando quisiera tenerme, y el solo imaginarme con otro hombre hasta me causaba una sensación de culpabilidad.
No obstante, y como todavía conservaba cierto grado de cordura, traté de deshacerme de esa sensación. Ayudó mucho que luego que una noche me hiciera el amor en su automóvil pasó siete meses sin llamar ni destinarme el periódico uso que me tenía asignado. Entonces, por primera vez desde nuestra separación conocí a un buen hombre. Se acercó y me abrió las puertas de su casa, conocí a su familia y casi fui feliz. Me trataba con ternura y paciencia. Al igual que la ex esposa del ebrio se aferra al abstemio así me aferré yo a este hombre.

Por lo pronto no era amor lo que sentía por él pero sí algunos de sus más felices sucedáneos. En ocasiones ciertos gestos, ciertas actitudes, ciertas pequeñas condescendencias, pueden tener un importante efecto sobre la química cerebral cuando estamos inmersos precisamente en sus opuestos. Del mismo modo que responde el perro, responde el humano. Como cuando aquél es castigado por el amo y viene un vecino a acariciarlo se arremolina en éste y lo festeja, igual hacemos nosotros. Este hombre me tuvo consideración. Me obsequiaba, pasaba casi a diario por mi trabajo a dejarme el almuerzo y me llamaba en las tardes para conversar de cosas sin relevancia porque los temas no importaban y sólo deseaba conversar. No era ni servil ni un tonto enamoradizo, y apareció en ese instante, como el vecino que rasca el lomo al perro y le acerca un plato con comida.

Uno podría preguntarse qué es el amor. O es una simple reacción química o bien una compleja sumatoria de condiciones tales como experimentar paz, afecto, sentirse acompañada, divertida y respetada. Creo en fin, aunque para ello deba acudir a un brutal reduccionismo, que no es más que una simple reacción química que no podemos controlar y que no necesariamente nace de la sumatoria de tales condiciones. Porque ésta sin la reacción sólo se le parece, mas no sobrevive largamente. En cambio, la existencia de la reacción química persiste aun cuando estén ausentes todas las condiciones que digo componen el concepto «amor».

Había resuelto conformarme con los componentes no necesarios y olvidar la química. Y pareció fácil por la ausencia de referencias de Hernán. Pero al poco tiempo reapareció, probablemente porque se había enterado de mi nueva esperanza. Volvimos a vernos pese a que debía ocultarse para consagrar nuestras citas, a las que ciertamente no pude negarme. Al prolongarse esa situación comenzó a jurar amor y arrepentimiento por partes iguales hasta que me convenció de terminar con aquel hombre al que me había asido como a un madero en el océano.

Lo hice pese a que lo vi sufrir. Sentí culpa pero también poder. Todo es, al fin y al cabo, como una extensa cadena de mando. El amar desguarnece y subyuga. Entendí que aquel hombre me amaba con la misma intensidad con que yo amaba a Hernán, y que ambos estábamos irremediablemente perdidos. Ello demuestra mi incapacidad para concebir el amor como una relación entre iguales, como una idílica unión de dos seres fundada en la gentileza. Estimo que siempre es así en el fondo de las cosas y todo lo demás no pasa de ser una simple cubierta, un tenue velo que una vez se le arranca deja aflorar la parte más oscura de nuestro instinto. Pensemos por ejemplo en la tan manida necesidad de protección que decimos tener las mujeres. ¿Qué es eso sino la necesidad de contar con un protector, con una especie de Señor bueno a cuyo vasallaje nos sometemos bajo el pretexto de sentirnos cómodas y seguras? Pero el vasallo es vasallo tanto del Señor gentil cuanto del Señor perverso, y podemos preguntarnos si esa necesidad de protección no es la versión tamizada y edulcorada de la necesidad de vasallaje.

Ya se podrá adivinar que la recompensa a mi decisión fue escasa. Pudimos volver a vernos en público, y debo reconocer que durante casi un mes compartimos cerca de diez o quince veladas, aunque sólo volvió al departamento para pasar en él la noche no más de tres o cuatro veces. Al mes siguiente no llamó más que en dos oportunidades y luego desapareció de mi vida por igual período. Nada me había prometido y nada le exigí yo. Y tampoco quise recuperar al hombre que había abandonado aunque estaba segura de obtener su perdón.

Esta historia se repitió en otras dos ocasiones. Bastaba que yo iniciara algún nuevo romance, que llegara a sus oídos que me habían visto con otro hombre, para que reapareciera y por lo tanto para que yo negara toda esperanza a mis ocasionales pretendientes. De igual modo, y con la misma matemática precisión, se sucedía su abandono.

A los casi tres años de este pendular uso que me proporcionaba, decidí ponerle fin. Convencida de que mi capacidad de dolor se había colmado, dirigí mis esfuerzos a buscar empleo en otra ciudad. Lo conseguí y tras una rapidísima mudanza me encontré a más de trescientos kilómetros de mi calvario. Debo entender por lo que siguió que me subestimé, que el pozo negro de mi dolor era mucho más hondo de lo que pensaba y que aún cabrían otras sabias y sutiles dosis.
Con la ayuda de mi padre obtuve trabajo en una empresa importante de una ciudad del litoral del país. Allí alquilé un diminuto departamento de un ambiente en un no muy buen barrio. Al principio, la soledad era aplastante, sin embargo, me justifiqué ante mi familia diciéndoles que era una importante mejora laboral que debía aprovechar, y al mismo tiempo una manera de escapar del círculo vicioso en que me encontraba. Resulta curioso como asociamos el desplazamiento físico con el olvido, como si el movernos, si el mudar el cuerpo de lugar, tuviera alguna relación con el proceso mental de la memoria. La posibilidad de la partida, de no ver las mismas paredes, los mismos rostros, se nos figura como estar al borde de la ruptura del círculo, de estar a un paso de hallar el quiebre a un eterno retorno.

Pero esa visión esperanzada carece de fundamento. A la brevedad contrastó con el lógico aislamiento a que necesariamente debía someterme una nueva ciudad, un nuevo trabajo y nuevas caras. Al principio pasaba los domingos caminando al borde del río. El domingo es el peor de los días de la semana y las caminatas eran tan largas como él. Durante esas tardes cálidamente azules recordé una vez más al hombre que abandoné ante la insistencia de Hernán. Fue mi segundo hombre y reviví las noches en su pequeña casa junto a la estufa. Ese recuerdo me hacía reflexionar sobre los contrarios. El maltrato nos hace añorar la gentileza, pero ¿por qué al tiempo ella sola no basta? ¿Por qué mi peculiar condición me lleva a añorar el maltrato durante la gentileza y a ésta durante el maltrato?

Estando yo en esa especie de caldo de cultivo fértil una vez más reapareció Hernán. Luego de extensas charlas telefónicas, con reproches y llantos, volví a entregarme a él en forma sistemática todos los fines de semana, en los cuales viajaba a mi nuevo hogar con un renovado entusiasmo que sin duda alimentó mis expectativas. Obtuvo entonces que mi devoción fuera más fuerte que la promesa de una nueva vida. Me pidió que volviera con él y lo hice. Abandoné mi nuevo empleo y como ya nuestro antiguo departamento había sido nuevamente arrendado, volví a casa de mis padres. Me dijo que todavía estábamos demasiado heridos como para volver de inmediato a vivir juntos y que intentaríamos asemejarnos a un noviazgo.

Tuve su favoritismo, y creo que hasta su exclusividad, por algún tiempo. Igualmente y como siempre, volvió a dejar de llamarme. Esta vez sí me creí asistida del derecho a preguntar, y por toda respuesta supe que hacía poco había conocido a otra mujer, que vivía en la capital y que era con ella con quien tenía pensado estabilizar su vida.

Así me encontré, otra vez en nuestra común ciudad, sin nuestro departamento y sin el trabajo que había dejado voluntariamente por otro al que también dejé para volver con él.
No fue éste sin embargo nuestro último contacto. Dos veces más lo vi durante su noviazgo con Julia. En tales ocasiones pasó revista a todos nuestros divertimentos como quien desea potenciarlos para recordarlos vivos. Como el amo que debe liberar a su siervo ejerce despiadadamente su poderío hasta el último instante de servidumbre, así me obligó a entregarme a él en un baño de su lugar de trabajo. Y al llevarme a casa, en la penumbra de la escalera que conduce al departamento paterno, hizo que me arrodillara en los escalones para ejecutar una subrepticia fellatio. Cumplí su orden aterrada de que se abriera alguna puerta, de que mis propios padres pudieran verme en la penumbra, de rodillas sobre dos escalones mientras Hernán aferraba mi cabeza contra su entrepierna y la movía a su antojo tirándome del cabello. Nada hacía yo, él manejaba mi boca a su arbitrio, cual si tuviera una cosa entre sus manos. Cuando el esperma brotó furioso y a borbotones comenzó a gritar «trágalo, trágalo», y lo hice entre aspavientos. Enseguida se fue. Al día siguiente extremó nuestras ideadas torturas a las que gustosa me sometía al punto tal que, por momentos, el dolor llegó a opacar al placer.
>Supe inmediatamente que había decidido poner fin a nuestros encuentros, mas no lograba descubrir el motivo. Su confesa relación estable con otra mujer no podía serlo, pues si realmente me conocía, debía de saber que estaba en condiciones de soportarlo. Sin embargo, a los pocos días comprendí, aun sin entenderlos, los móviles de esa decisión que yo intuí a través del inusual salvajismo de nuestro placer. Y no fue por él sino por los lógicos comentarios que se difunden en una ciudad pequeña que me enteré de su inminente casamiento con Julia. Enseguida vi el valor que él podría profesarle a ese acto, y que esa ceremonia, ese segundo que es apenas relevante en la historia del hombre, podía ser una línea divisoria entre el hoy y el mañana. Supe que para él una cosa era dividirse entre Julia y yo permaneciendo soltero y una muy otra estando casado.
Fácil será imaginar la sensación que tuve con tal noticia. No fueron celos ni desesperanza. Me arrobaba el mismo temor que debe embargar a un preso acostumbrado a la cárcel ante la proximidad de su libertad. Nos basta con imaginar a alguien cuya vida entera, o su mayor parte, desde su adolescencia, ha transcurrido en reclusión. Pasan veinte, treinta años, y de pronto, sabe que al día siguiente debe enfrentar un mundo desconocido. No conoce otras reglas que las de sus carceleros y ha llegado a acostumbrarse a éstos como un niño a sus padres. No existe para él otro mundo que el que conforman esos muros donde se aprende a servir y a callar. De golpe, de manera tan brutal como si se tratara de una amputación, se le arroja fuera y no le queda otra perspectiva que vivir perdido y desorientado.

Me figuro por otra parte que ese último día en prisión, el guardia se ensañará con el preso por el temor a perderlo. Porque, ¿qué es él sino la sombra de su recluso? Al desaparecer éste aquélla deja de proyectarse, desaparecen juntos porque cada uno necesita del otro para ser lo que es. Y como sabe que ambos ingresarán en la nada, el carcelero descargará su más brutal castigo sobre el pupilo. A su manera, fue lo que él hizo.

Debí enfrentarme entonces con mi libertad y tuve tiempo para evaluar y reflexionar. Los años de separación habían sido más que los que habíamos vivido en pareja. Esa reflexión me asustó. Había sido tomada y descartada durante más tiempo que aquel en que me había dispensado su exclusividad. La etapa en que teníamos nuestro hogar, en que recibíamos amigos y nos comportábamos cual una pareja común aparecía mínima, irrelevante, frente a la otra etapa. La del eterno retorno, la de huir y volver. La idea de regresar siempre al mismo sitio como si ello fuera parte de una condena infernal aterra. Basta imaginar que alguien estuviera condenado a revivir periódicamente el dolor más extremo de una enfermedad. Cuando se cree próximo a la cura, cuando el cuerpo se acomoda al alivio, regresa a los dolores que lo anudan como una consecuencia lógica e inevitable del aparente alivio que siente. Luego de varios retornos ya no quiere el alivio porque sabe que es la antesala de su sufrimiento, aprende a vivir en esos ciclos y a temer la calma. Mi tiempo de enfermedad había superado a mi tiempo de salud, era cual si ocupara la totalidad de mi existencia, a ese tiempo me había amarrado y ahora me expulsaban de él. Hice un último intento y llamé a Hernán pocos días antes de su boda. Le dije que no tenía por qué renunciar a mí, que podía tomarme cuando quisiera, que si tenía temor a que su esposa lo descubriera podríamos encontrarnos en otra ciudad, que contara con mi discreción. No me importaba en ese momento humillarme. El miedo al abandono era infinitamente mayor que el temor a la humillación. Ahí estaba yo, casi entre llantos, implorando un lugar en la vida de un hombre, un lugar cualquiera, por pequeño que fuera, por mínimo y denigrante que se lo considerara. Mendigando ser una amante ocasional, prefiriendo ser una aventura para mitigar el aburrimiento. Ya no tenía proyectos de vida, planes, nada. No me interesaba formar una familia, tener hijos, envejecer con alguien. Sólo quería un pequeño espacio, por humillante y ridículo que fuera. Le dije que podía hacer conmigo lo que deseara, que me ocultaría del mundo para verlo, que consagraría mi vida a esas citas, donde, cuando y cómo él quisiera. Sólo tuve por respuesta un devaluado discurso acerca de que debía encauzar mi vida, que buscara un hombre y me casara. Parecía no saber cómo explicarse, estar sorprendido de mi llamada, no comprender mi actitud. Confieso que hubiera preferido una respuesta menos paternalista y sí más hiriente, que por lo menos me hubiera alentado, que me hubiera dejado una pequeña esperanza, que me permitiera consolarme con que en cualquier momento él me buscaría y continuaría dándome lo que hasta ese momento me había tocado.

Aquellos días están guardados en mi memoria, envueltos en una suerte de nebulosa. Apenas tengo recuerdos vagos que no puedo relacionarlos con tiempos y lugares, y me es difícil hilarlos racional y cronológicamente. Sé que tomé demasiados somníferos, que vagué por muchas calles con la mirada perdida, que alguna vez me oculté frente a su casa con la secreta esperanza de verlo salir o entrar. Que fui dejando pasar los días con la íntima convicción de que Hernán volvería a buscarme como lo había hecho tantas veces antes. Que un día me citaría y me ordenaría desnudarme. Esa sola esperanza me bastaba para ser feliz. Sin embargo nada de eso sucedió. He dicho ya que Hernán nunca llegó al límite de mis reales posibilidades de sumisión, por lo que concluyo que nunca fue un eficaz manipulador de mis desgracias. Me explicaré.


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